Cuando un maestro es lector apasionado

La biblioteca vuelve listos a los niños

En verdad, las palabras sueñan.

Gastón Bachelard

 

Aprender a ser uno mismo, por escrito, es algo absolutamente irremplazable.

Emilia Ferreiro

 

Mi participación en el programa Leer para la vida, iniciativa del Programa de Fomento para el Libro y la Lectura, de la Secretaría de Cultura, dirigido a estudiantes normalistas de distintas escuelas donde se preparan los próximos docentes de educación básica y pública de México, me ha hecho pensar en la raíz de mi amor por la palabra que canta, cuenta y sueña.

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Cuando era niña, en mi casa no había libros de literatura ni filosofía ni historia… No había libros, con excepción de los de texto gratuitos. Acaso algunas revistas de Kalimán y Memín Pinguín, cuyas texturas revelaban un periplo de lecturas sostenidas por muchas manos. El único libro que mi padre compró, alguna vez que pudo disponer de algo más que el sustento básico semanal para su familia, y a recomendación del vendedor que lo persuadió con un “es muy útil para las tareas escolares de sus hijos”, fue el Pequeño Larousse Ilustrado. Pasé muchas tardes dando vuelta a sus páginas, explorando y eligiendo al azar palabras infinitas, palabras que me apabullaban por su sonido, palabras como enjambre que multiplicaban claroscuros y revoloteaban en mi mente, palabras como laberintos que me llevaban a otras palabras y a otras y a otras… Buscando también, por supuesto, las palabras prohibidas, las palabras malditas, las palabras que “no son de las niñas”, aunque éstas vivan en una vecindad arrabalera donde las escuchan cotidianamente. Sin ser un libro propiamente infantil, ese tabique extraordinario me regaló el deleite de su sección ilustrada; cómo disfruté de sus mapas, de sus esquemas del cuerpo humano, de su apartado de las banderas del mundo y mucho más. Una exploración en complicidad con la soledad cósmica, la ensoñación y el asombro de una niña de ocho o tal vez nueve años.

 

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Muy poco tiempo después, MI maestro Javier, de 5º y 6º grados de primaria, leía en voz alta para y mi grupo.  A menudo, un rato antes del fin de la jornada, el maestro nos recomendaba guardar nuestros útiles y sentarnos cómodamente. Tomaba, entonces, uno de los dos tomos de las Lecturas clásicas para niños, esa emblemática selección vasconcelista[1] que aún genera polémicas sobre su pertinencia en la escuela pública o como colección de textos para niños, y leía en voz alta alguno de los relatos ahí recogidos. Me gusta pensar que en los dos ciclos escolares nos leyó buena parte de los dos tomos, además de algunas otras obras, porque esa práctica no era un suceso esporádico, sino un ánimo rítmico y persistente. No me acuerdo de la recepción que tuve de todos los textos que nos leyó a mí y a las otras niñas y niños con los que compartía el aula, pero sí de algunos portentosos, los que desde entonces iluminan mi horizonte.

Recuerdo la voz del maestro danzando en el techo altísimo de aquel salón de la casa colonial que albergaba mi escuela primaria “Quirino Mendoza”, en el Xochimilco de chinampas y trajineras de la Ciudad de México, de los años setenta del siglo XX. Recuerdo el timbre vivaz y emocionado de su voz dibujando los pasajes de la Ilíada y de la Odisea incluidos en las Lecturas. Mi amor por estas obras proviene de esos momentos luminosos. Y cómo no. La luz se colaba curiosa por los ventanales y acompañaba atenta nuestras miradas niñas que veían el mar, el desierto, los palacios orientales, el vuelo de las palabras de Scheherezada, las heridas infinitas de Aquiles y los aqueos sobre el castigado cuerpo de Héctor, la estaca de olivo ardiente que se hundió en el ojo de Polifemo, y tanto más.

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De pronto, el estado de encantamiento en el que nos hallábamos niñas y niños era sorprendido por el estridente sonido de la chicharra. Sobresaltos. Muecas. Algunas miradas más abiertas. “Bueno, mañana continuamos”, decía el maestro, y un rotundo “¡Nooooooooooo!” era la respuesta unánime. Nadie podría haber salido de ese salón sin un debido triunfo del héroe, una muerte virtuosa o, al menos, una aceptable pausa al hechizo del relato. El docente lector siempre accedía. Si no lograba leer el texto hasta su conclusión, al menos nos daba una tregua, cuando el descenso de la tensión narrativa de algún pasaje nos devolvía el aliento, y así podíamos resistir hasta el día siguiente.

De vuelta a la realidad, salíamos de ese territorio tejido en una filigrana lograda con cada línea que era leída en voz alta. Para entonces, la escuela estaba desierta. Nadie más se hallaba en el patio, ni en la dirección, ni en la puerta hacia la calle, ni en las inmediaciones. En la calle, los transeúntes comunes ni se enteraban de las palabras que se iban pegaditas en nuestro cuerpo, abrazando nuestra experiencia del día. Dentro de nuestra mochila se iba la promesa de la siguiente lectura. Fui, junto con otras niñas y otros niños, una afortunada alumna de aquel maestro que me mostró que las palabras sueñan. Y sigo soñando con ellas.

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En mi país, la inmensa mayoría de las niñas, niños y adolescentes tienen en las aulas y en la escuela la oportunidad, a veces única, de formarse como usuarios plenos de la cultura escrita; en esos espacios es donde pueden vivir, mediante la lectura, experiencias estéticas y formativas del ser que son; ahí pueden desarrollar su pensamiento crítico y creativo, y prenderse de las palabras para construir una voz propia. En la escuela es donde pueden aprender a ser por escrito y a leerse en los textos que lleguen a sus manos y a sus oídos. Pero esto sólo es posible cuando hay una maestra o un maestro que lee y ama leer con sus alumnos. Una maestra o un maestro que, al margen de un horario castigado, aun de una carga de tareas extenuante, asume su papel de agente educativo y transformador, y se regala con sus alumnos, y construye espacios para leer solidariamente, para ampliar su propio horizonte lector y el de las niñas y los niños que podrán recordarle más adelante con gran afecto, como quien les mostró el poder y la maravilla de las palabras.

Formemos docentes-lectores, comprometidos y solidarios, usuarios y promotores de la cultura escrita.

 

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[1] José Vasconcelos fue el primer secretario de educación pública en el México posrevolucionario en 1921. El proyecto educativo que encabezó este abogado, político y ensayista promovió la educación popular y la difusión de la literatura universal en la escuela pública. Este propósito dio origen a la edición de los dos volúmenes de las Lecturas clásicas para niños, México, 1924, Departamento de la Secretaría de Educación. El volumen I recoge textos emblemáticos de las tradiciones de Oriente, Grecia y hebrea; en tanto que el volumen II incluye una selección de poesía épica, romances, relatos populares europeos e iberoamericanos, así como fragmentos de obras de autores relevantes de los siglos XVII al XX.

 

Crédito de la ilustración: Wolf Erlbruch, en El nuevo libro del abecedario, de Karl Philipp Moritz.

 

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Leer con otros, hacer comunidad: mediación y conversación lectora

«Nosotros no sabemos lo que pensamos sobre un libro hasta que hemos hablado de él.»

Sarah, 8 años, en Dime, de Aidan Chambers.

En tiempos de la modernidad líquida, en los cuales, a decir del pensador Zygmunt Bauman (1925-2017), se ha exacerbado la individualidad y la volatilidad y transitoriedad de los vínculos y las relaciones humanas, leer con otros es una alternativa para construir comunidad. Para construir identidad, cultura común y lazos solidarios. Como inicio de esta reflexión, señalo que la lectura solitaria no existe. Ya que aun en el encuentro de un único lector frente a un texto, en la intimidad que se construye en la lectura individual, leer es una práctica dialógica que pone en contacto e interacción a un lector con la voz o las voces que habitan el texto que lee. A veces, leemos a solas, pero no necesariamente desolados. En cambio, si nos sentimos desolados, un libro puede darnos compañía. Cuando creamos un vínculo personal con el texto que leemos, en ese vínculo nace un diálogo en el que, como lectores y como sujetos, construimos un significado particular y único. Pero esa experiencia no se queda ahí, de algún modo la socializamos, ampliamos nuestra lectura personal, al extender la conversación con otros, con quienes compartimos nuestra impresión, emoción o las ideas que nos provocó el texto leído. Recomendamos leer el texto que leímos, o sencillamente hablamos de él, deseando que la emoción que nos produjo se propague.

Si bien, la lectura individual crea un espacio privilegiado en que se acoge nuestra intimidad, las construcciones significativas que hacemos al leer un texto no son exclusivas de la lectura a solas. Antes bien, cuando leemos un texto en común con otros lectores y conversamos acerca de lo que el texto dice a cada uno, nuestra propia interpretación se ensancha, vemos aspectos que tal vez no habíamos considerado al escuchar la interpretación que otros hacen, escuchamos esas otras voces y podemos ver el texto como un crisol en el que cada lector encuentra distintos destellos. Después de una conversación cuyo eje es el texto leído en común, el significado que construimos juntos, solidariamente, es más robusto y enriquece la construcción personal de sentido que cada lector hace con su propia lectura. De modo que leer en comunidad hace que nuestra comprensión e interpretación de un texto sea más profunda porque estará cobijada por esas otras voces.

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Intertextualidad y mediación lectora

Un camino para propiciar diálogos de esa índole es la conversación sobre las voces del texto. Para ello se requiere de una mediación que procure conectar los hilos que tejen el texto, con las subjetividades de los lectores que comparten la lectura de ese texto. Una mediación que ayude, no sólo a dilucidar lo que dice el texto en su tejido más inmediato: lo que cuenta o lo que evoca, sino que ayude también a desentrañar la urdimbre más profunda del texto, para identificar entre otras posibilidades sus lazos e hilos intertextuales, y que éstos sean materia de conversaciones en busca de construir posibles significados del texto.

Tomemos en cuenta que cuando leemos, entramos en un territorio polifónico. Pues la lectura es un acto dialógico en el que intervienen diversas voces. En principio, y de modo más claro, está la voz del texto que nos dice de qué va su sentido, que nos narra o nos sugiere imágenes y emociones, que nos abre la puerta a mundos configurados literariamente, en la ficción o en la poesía; por otro lado, está la voz nuestra como lectores, quienes respondemos ante lo que nos dice ese texto. De modo menos directo, pero no menos relevante, participan en el diálogo, las voces que están en el texto y que provienen de otros textos, esas voces que hacen acto de presencia como evocaciones, alusiones, citas. Lo que Gerard Genette llama intertextualidad, es decir, la co-presencia entre dos o más textos, eso de lo que están poblados muchos textos y que, si atendemos un poco, podemos reconocer y desvelar su sentido en el texto anfitrión. La presencia de esos textos invitados nos propone nuevas rutas de lectura que podemos seguir por curiosidad o para ampliar el tejido de significados que guarda el texto que leemos en su relación con esos otros textos. De pronto, el texto que leemos deviene en mapa con distintos caminos trazados que nos llevan hacia otros textos, y hacia otros diálogos.

Esas presencias intertextuales no sólo acuden a un texto como demostración de que el autor se ha inspirado o conoce otras obras, sino que son voces que suelen aparecer de manera insólita y proponer una nueva significación del texto invitado, así como una significación más poderosa del texto que lo acoge. Por ejemplo, la imagen mítica presente en el siguiente fragmento del capítulo 7 de Rayuela, de Julio Cortázar:

Me miras, de cerca me miras, cada vez más de cerca y entonces jugamos al cíclope, nos miramos cada vez más de cerca y nuestros ojos se agrandan, se acercan entre sí, se superponen y los cíclopes se miran, respirando confundidos, las bocas se encuentran y luchan tibiamente, mordiéndose con los labios, apoyando apenas la lengua en los dientes, jugando en sus recintos donde un aire pesado va y viene con un perfume viejo y un silencio.

Si bien, la aparición del cíclope es metafórica, ya que propone una imagen del contacto amoroso a través de la mirada de los amantes que se acercan tanto, uno al otro, que se funden en una sola mirada que no mira más que la mirada del otro, ¿hacia donde más nos puede llevar la presencia del cíclope en esta prosa poética de Cortázar? Una ruta plausible, por supuesto, nos llevaría directamente al canto IX, de la Odisea, de Homero, donde se narra el encuentro de Odiseo con el cíclope Polifemo que, por cierto, no tiene nada de romántico, sino de tensión por el peligro al que se enfrenta el héroe y su tripulación frente al gigante hijo de Poseidón. Sin embargo, ahí nos lleva y este lugar puede ser sólo una estación en el camino. Ahora bien, si seguimos, esa ruta nos podría llevar a la Odisea completa, o bien, a otros textos de la mitología griega. De este modo, el lector también puede dialogar con esas otras voces que percuten como ecos de la Odisea en el capítulo 7 de Rayuela, y ampliar la significación que construye de un texto tan breve como poderoso.

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Hay más, otras presencias intertextuales que no siempre son evidentes para todo lector, o bien, no a todos los lectores se les revelan o les hacen sentido, porque dependen del horizonte de cada sujeto, así como del tejido peculiar que su lectura le lleve a hacer. Por ejemplo, en este caso, en el fragmento de Cortázar se podría establecer un vínculo intertextual con otros textos, poéticos o narrativos, a partir de la imagen del beso a que nos convoca la líneas del capítulo 7 de Rayuela. En ese tejido cabrían muchos otros textos, a propósito de la imagen de un encuentro amoroso cifrado en un beso. Textos lingüísticos, tanto como de otros lenguajes, ya sea una obra escultórica como “El beso”, de Auguste Rodin, o pictórica como la obra con nombre semejante, “El beso”, de Francesco Hayez, o cinematográficas como Cinema Paradiso, de Giuseppe Tornatore, evocada inevitablemente por la sucesión de besos de la conmovedora escena final, sólo por citar unos pocos ejemplos. En resumen, la intertextualidad nos regala motivos para dar sentido a los diálogos que entablamos con otros lectores; para dialogar acerca de los sentidos que juntos encontramos en el texto que leemos; y para ir en busca de nuevos diálogos con otros textos.

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La tarea de un mediador o mediadora de lectura es encargarse de hacer sonar esas voces que están en el texto que se lee en compañía de otros. Sin explicitarlas directamente, porque eso obstaculizaría el hallazgo que todo lector tiene derecho a hacer en sus lecturas. En cambio, la mediación debe invitar a los lectores a desvelarlas, a buscarlas en su horizonte y acervo personal, quizá dando pistas, haciendo preguntas que inviten a la rememoración de textos conectados a partir de la imagen que evoca la metáfora, el pasaje, la emoción o la conmoción a que nos convoca o nos provoca un texto. La mediación puede ocuparse de hacer preguntas que como lectores no siempre nos hacemos explícitamente, pero que sí respondemos cuando logramos entrar en el texto o cuando el texto entra en nosotros. Esto ocurre cuando pensamos el texto como si fuéramos parte de él, como si ya fuera nuestro: ¿Qué me dice a mí ese texto? ¿En qué lugar de ese mundo configurado en el texto me coloco? ¿Soy espectador o me pongo en los zapatos del personaje? ¿Soy neutral o me sumo a una causa de la lucha que libran los personajes? ¿Eso que ocurre en el texto me ocurre a mí también, me ha ocurrido alguna vez? ¿Me he sentido como este o aquél personaje; he tenido intenciones semejantes o, en cambio, cuáles han sido las mías? Y tantas otras.

¿Hay una forma de leer mejor que otra? No lo creo, leer, ya sea a solas o acompañados de otros lectores brinda las mismas oportunidades para el asombro, el encuentro con nosotros mismos y para leer más allá del texto. Lo que sí cambia, cuando leemos en compañía de otros es, por una parte, el alcance de nuestra apropiación de los textos que leemos. Cualquier texto se abrirá más y nos mostrará más vetas, porque cada subjetividad horada en un punto distinto, así que miraremos más dentro de él en tanto lo leamos con otros que cuando lo leamos a solas. La lectura de los otros nos llevará a ver más profundo en el texto. Y, por otra parte, la lectura compartida con otros nos ayudará a construir comunidad. Leer en colectivo, no se trata sólo de leer junto a otros lectores, sino leer CON otros, y esto requiere de disposición a la escucha atenta, horizontalidad y colaboración para desentrañar el sentido del texto, los hilos que lo tejen y descubrir juntos los caminos hacia otras lecturas que nos propone su urdimbre.

Estoy convencida de que leer con otros, como se ha dicho al inicio de esta nota, es una alternativa para construir comunidad y, con ello, identidad como lectores, como sujetos y como ciudadanos. En tiempos de la modernidad líquida, de la que Bauman nos ha advertido, donde los desapegos se traducen en indiferencia y apatía, es urgente construir comunidad y solidaridad.

Créditos de las imágenes:
La imagen de la portada es la obra «El beso», de Francesco Hayez (1859, óleo sobre lienzo).
El cuadro «El joven Cicerón leyendo» es de Vicenzo Foppa (1464, fresco).
La ilustración de Polifemo es de Pep Montserrat, para el libro La Odisea, editada por Combel, en 2008).
La imagen de la escultura es «El beso», de Auguste Rodin (1882-89, mármol).